sábado, 16 de julio de 2016

Ayer lloré por un niño que está a miles de kilómetros lejos, que probablemente no se acuerde de mí nunca y que seguramente, sigue lidiando con esa falta de comprensión de las personas.
Malakai.
Un niño que me cambió la vida, que significó demasiado para mí en la semana cuatro del campamento, en la cual, me hacía tanta falta el cariño sincero y directo.
Regreso a esa semana, con él ahí pidiendo un grilled cheese, y puedo ver a mi hermano, vulnerable, único, eligiéndome. Muchas personas criticaron mi manera de reaccionar, no les agradaba, pero nunca entendieron ni entenderán lo que significó él para mí.
Nadie se dio el tiempo de ver lo que ese niño necesitaba realmente.
Tal vez nunca se acordaría de esa semana, pero sé perfectamente que nos hacíamos bien.
Me fascinaba pasarme al lado de las cabinas de los niños para leerle en las noches, con Miguel en el otro sillón viéndonos. Una conexión de a tres.
Iba a sentarse a mi mesa, comía a mi lado, y me hacía sentir especial, era como un enviado por mi familia sólo para transmitirme esa calidez que me hacía falta.
Una de mis niñas, emberrinchada y celosa, tampoco entendía lo que pasaba.
Lo mandaron a su casa, sin avisarme, sin darme tiempo de despedirme y rompiéndome en pedazos.
Les odié.

Ayer te lloré.


Here comes the sentimentalism.
Tal vez no vayas a entender la mitad de lo que escribo o tal vez ni siquiera lo tomes de la manera en que esperaría, pero tengo que decírtelo.
Tengo que ir corriendo a los recuerdos que se me estancan en las entrañas y me hacen extrañarte.
A ti y a tu cara tan particular, de la que me acuerdo y que no puedo encontrar en ninguna foto porque me la hacías a mí.
Cuando metías la pata o cuando hacías algo que no era muy usual en mis manías.

Y es que me acuerdo tanto de ti. Te añoro tanto.
Aún cuando me llegabas a frustrar porque no me decías las cosas, o ligabas frente a mí, o eso parecía y no me dejabas pensar otra cosa, o cuando te hacías el necio, o cuando me dejabas plantada para ir a bailar salsa.
Pero dios, me acordé tanto de ese día que estaba sentada en el sillón, del lado de los niños en Lakeview, cuando se me anudó el estómago y comencé a llorar.
Yo sentada de chinito, tú a mi izquierda, mi pierna izquierda flexionada frente a ti y tu codo recargado en mi rodilla.
Tu hombro puesto exactamente donde le necesitaba. tan listo para recibir a mi barbilla que se posaría sobre él.
La tranquilidad que me transmitías.
Y es que no lloraba porque extrañara México, si no porque ya no podría dejar ese que ahora se me había convertido en hogar.

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